Va llegando el metro a la parada de Tacubaya y, de repente, ¡pum! Frenazo, brusquedad, la luz se apaga un instante… Nadie se espanta. Si acaso, un par de miradas de hastío se proyectan hacia un lugar indeterminado entre el techo y la pared del vagón. Pulgares, anulares e índices se aferran al metal caliente y húmedo de las barras. Un suspiro, dos. Tres o cuatro segundos más tarde, el convoy reanuda la marcha y entra en la estación. Las puertas se abren, gente entra y sale, rápido, rápido, rápido. Son cientos de miles de personas cada hora, millones al día. La gran máquina de movilidad de Ciudad de México está en plena combustión.