Es carnaval y en Cádiz no cabe un alfiler. Las agrupaciones se disputan cada esquina para interpretar sus repertorios, pero en una de ellas, a la luz de una farola y ante la puerta de un estanco, una mujer —mitad torera, mitad toro— sostiene un cartelón. No tiene agrupación. No la dirige nadie. Es Ana Niño, una de tantos romanceros que, en soledad, desafían a la multitud. “¿Sola? —defiende—, me acaban de escuchar cincuenta personas. A mi madre le digo muchas veces que no se preocupe. Hay mucha gente que me sigue y me siento muy arropada”.
