
Isak Andic no concedía entrevistas. Era alérgico a ellas. Y a la exposición pública. Uno de los grandes secretos de su éxito fue la absoluta discreción, desde que a finales de los setenta comenzó a vender a los hippies barceloneses prendas que compraba en el Gran Bazar de Estambul, Londres y la India, en un puesto de 16 metros cuadrados de mercadillo de la calle Balmes, entre aromas a incienso y marihuana. Y, a partir de ahí, sin hacer ruido, paso a paso, sin apellido ni pedigrí, a lo largo de cuatro décadas, hasta construir Mango (“una palabra que se dice igual en todo el planeta”, nos contaba): un gigante mundial del diseño y la distribución de moda, que facturó en 2023 unos 3.100 millones de euros, tiene una plantilla de más de 15.000 personas y está presente en 115 países a través de 2.700 puntos de venta. El País Semanal logró hablar con él la pasada primavera. No fue un objetivo fácil, pero con su inusual testimonio público daba el espaldarazo al hombre al que había elegido para tomar las riendas de Mango, Toni Ruiz, que llegó a la multinacional como director financiero en 2015, en plena crisis de estancamiento, deuda, gobernanza y reputación de Mango, y de problemas entre las dos generaciones de Andic, para recortar, renegociar, controlar y arreglar sus cuentas. Subió todos los peldaños de la dirección y terminó siendo su consejero delegado y el único accionista de la compañía (con el 5% del capital) además de Isak Andic.