Las obras “basadas en hechos reales” tiene hoy una dimensión industrial. Tanto en literatura como en el entorno audiovisual parece que tal etiqueta constituya un sello de autenticidad y, sin embargo, resulta poco verosímil que los autores del presente podamos tener un conocimiento omnipotente sobre hechos que no hemos vivido directamente. Diría que incluso la propia experiencia pasa por un proceso de elaboración a través de los elementos de la narración y el lenguaje que hacen arriesgada la consideración de que un texto sea pura autobiografía. La transformación a la que sometemos los hechos cuando nos ponemos delante de la página en blanco con intención literaria es por fuerza una manipulación al servicio de nuestros propios objetivos creadores más que de la copia fidedigna de “la realidad”. Desconfíen del escritor que no albergue duda alguna sobre la veracidad de lo que cuenta, una veracidad que además es secundaria cuando de lo que se trata es de contar una historia y que el lector se la crea. A menudo, hay que mentir mucho para llegar a alguna certeza, y ese tipo de mentiras son buenas y deseables, porque la ordenación narrativa puede ser más útil que la simple observación del mundo.