Vista desde posiciones progresistas, la Europa contemporánea es una realidad deprimente. La marea ultraderechista avanza en casi todas las playas, con sus aguas oscuras. Domina el escenario una familia popular europea de las peores que se recuerden, con algunas encarnaciones indistinguibles del trumpismo más mezquino e ignorante —como la corriente ayusista en España— o con instintos espantosos en materia de derechos humanos —como los de Friedrich Merz, probable próximo canciller de Alemania, quien propuso cortar en seco la concesión de asilo a sirios y afganos después de un acto criminal aislado en septiembre—. Los liberales acumulan graves manchas en su camiseta. El halcón alemán Lindner primero hundió a su partido, y después a su coalición. El presidente Macron tiene una hoja de ruta con agujeros negros de calibre grueso, como aquella reforma migratoria votada hasta por Le Pen. Siendo todo eso cierto, conviene también fijarse bien en las orillas progresistas, que no son impolutas.