Han tenido que pasar ocho años desde que la alargada sombra de Rusia se proyectara por primera vez, de forma notoria, en unas elecciones occidentales. Ocho años desde que, en 2016, Donald Trump accediera a la presidencia de EE UU impulsado por una fontanería digital que distribuyó discursos de odio y bulos en publicaciones que llegaron hasta los móviles del último rincón de la América profunda gracias a los anuncios microsegmentados de Facebook. Putin no andaba lejos. La imponente maquinaria rusa de desinformación, por su parte, regó la campaña estadounidense de publicaciones procedentes de cuentas falsas. Un ejemplo: desde San Petersburgo, un grupo de trols creó el grupo de Facebook “Corazón de Texas” con el que consiguieron que varias decenas de ciudadanos de Houston, al otro lado del mundo, acudieran a una manifestación en el centro de la ciudad en protesta por la excesiva islamización de la urbe.