
En un país normal, es decir, sin una derecha inmoral engendrada por una dictadura y sin su somatén mediático cebado con recursos públicos para amplificar relatos retorcidos, Carlos Mazón estaría políticamente muerto. Habría fallecido el 29 de octubre de 2024, en esas fatídicas cinco horas que requerirían el talento de Miguel Delibes para exprimir, con todo su néctar psicológico, su ausencia en las responsabilidades de presidente de la Generalitat en el momento más crítico de la peor catástrofe natural sufrida por los valencianos. Sin embargo, a tenor de las tendencias que apunta la demoscopia inmediata, Mazón mantiene, si no todas, buena parte de sus constantes vitales, aunque en ocasiones se mueva como un pollo sin cabeza. De poco parece haber servido que lo arrollara la indignación y la rabia de más de 130.000 manifestantes y que sigan pasándole por encima protestas y concentraciones multitudinarias de afectados e indignados exigiéndole a pagar su ineptitud con la dimisión. Ni siquiera el vergonzante festival televisivo de balbuceos, silencios, cambios de versión y borrados de llamadas en los teléfonos móviles de quienes se suponía que tenían que cuidar de la seguridad de todos nosotros. La contra narrativa del PP desde Madrid, amplificada por su orfeón desinformativo en cenáculos audiovisuales y panfletos digitales, ha conseguido verter suficiente materia confusa en el asunto como para difuminar la responsabilidad consignada en protocolo de emergencias y apartar el foco de la cara de Mazón. Si es culpa de todos, nadie es culpable.