Escribir para satisfacer al padre es como hacerlo para satisfacer al mercado. Hay que escribir para la madre. Todas las madres merecen un hijo que escriba contra el mercado y que su prosa suene como el ruido del mirlo al romperse la cabeza contra las paredes de cristal del edificio del BBVA. Que el hijo se abra al escribir como se abrió ella al parirle. Las madres muertas quieren que los hijos vivos escriban sobre las neuralgias de trigémino y sobre el aura bendita que suele precederlas. Todo buen escritor debería agradecer las horribles jaquecas heredadas de su madre muerta. Y en el notario, antes de la lectura del testamento, el hijo escritor debería reclamar para sí las migrañas sombrías de la difunta. Quédense los demás con qué. ¿Qué tenía la madre, aparte de las enfermedades? Un par de zapatillas de las de andar por casa y una bata de las de andar por casa… Todo lo que tenía era de andar por casa. Eso debe quedárselo también el escritor, además de los ansiolíticos, los analgésicos, los hipnóticos, los antipiréticos y demás fármacos, incluidos los no esdrújulos.